Dos ojos que miran pero ya no ven. Dos vidrieras a través de las cuales la realidad se difumina como un dibujo hecho con tizas en un día de viento.
Dos hombros que ya no
soportan más carga. Una espalda que se dobla más y más con cada desgracia.
Dos rodillas que tiemblan
a cada paso en vano. Dos bisagras oxidadas que me fallan cuando la tormenta no
me deja seguir.
Una piel destrozada que
llora conmigo.
Unos labios que palidecen
gradualmente con cada golpe seco.
Una boca frustrada
incapaz de expresar lo inefable.
Dos mejillas que ya no se
sonrojan. Dos copos de nieve que ni las lágrimas derriten.
Un cabello frágil del color de una castaña asada en invierno.
Dos pies que han olvidado
cuál es el camino correcto. Dos talones secos por la ausencia de calor humano.
Dos manos torpes que
necesitan acariciar para recuperar el sentido del tacto.
Unos dientes pequeños y
separados que piden a gritos volver a morder un cuello.
Dos pequeñas pecas oscuras
bajo el ojo izquierdo que ya no enternecen al espejo.
Un hígado que hasta hace
poco irradiaba inocencia. Dos pulmones que no conocían la corrupción.
Un nudo en el estómago
que no deja pasar la comida.
Dos ojeras que se
camuflan con el color del cielo contaminado a las tres de la madrugada.
Un grito ahogado con piernas y algo de cerebro.
Una canción de Robert Johnson en bucle.
La desesperación personificada que camina sobre el asfalto cubierto de escarcha sin rumbo alguno antes de que salga ese sol que nunca la ilumina.
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